Madres melodramáticas: “El jayón” (Concha Espina, 1917) versus “Vidas rotas” (Eusebio Fernández Ardavín, 1935)

Comunicación presentada in absentia en el XIII Congreso Internacional de La Asociación Española de Historiadores del Cine (Santiago de Compostela, marzo, 2011): Aurora y melancolía. El cine durante la II República.

Versión previa de este escrito, publicada en Julio Pérez Perucha y Agustín Rubio Alcover (coord): Faros y torres vigía: el cine español durante la II República, 2016, pp. 121-130.

Madres melodramáticas: “El jayón” (Concha Espina, 1917) versus “Vidas rotas” (Eusebio Fernández Ardavín, 1935).

La maternidad es una elección libre, producto del amor, del éxtasis, de la desenfrenada pasión.Emma Goldman (1911).

1. En esta comunicación me voy a aproximar a la imagen que se construye de “la madre” en dos ficciones melodramáticas que están relacionadas entre sí. Por un lado, ‘la novela corta’ El jayón y, por otro lado, el filme Vidas rotas, película cuyo guión, obra del alemán Franz Winterstein, está inspirado en dicha novela1.

La historia tradicionalista que relata El jayón transcurre en las montañas cántabras y, desde el principio y prácticamente en su totalidad, está narrada desde el punto de vista subjetivo de Marcela, madre campesina de un hijo (Serafín) que vive angustiada por una “obscura turbación” que la acecha desde que Irene, la amante y ex–prometida de su marido, les deja en la puerta de su casa al hijo común (Jesús).

En claro contraste con el ambiente labriego y rural de esta novela, la película de Eusebio Fernández Ardavín, transcurre en un ambiente urbano, está cargada de referencias a la modernidad (los clubs, los carteles luminosos, el teléfono, la radio, el tren, el automóvil, el avión) y se desarrolla en un contexto cosmopolita: el protagonista masculino, “el gran violinista” Andrés Jordi, sin acordarse de Irene, su ‘virtuosa’ novia española (Maruchi Fresno), se casa, cuando está de gira por las Américas, con Marcela, una ‘menos virtuosa’ y “dulce” cantante mexicana (Lupita Tovar) para, de vuelta en España, retomar su relación con Irene a la que, como él mismo descubre, sigue deseando.

Esta oposición entre novela y película se agudiza con el hecho de que la imagen doméstica-religiosa de “la madre” construida en la novela, muta, en la película, en una imagen liberal-sexual: Irene trabaja en una tienda de discos de la Gran Vía, comparte apartamento con su compañera de trabajo y amiga, acude a conciertos nocturnos y viaja sola; mientras que Marcela fuma, viste a la última moda, luce vestidos de noche con amplios escotes en la espalda, vive en una casa de diseño, y va a fiestas y de gira con su esposo.

Las imágenes contrapuestas de “la madre” en novela y película, sin embargo, se construyen no sólo a partir del retrato que se hace de las mujeres (por medio de su caracterización, vestuario, acciones, diálogos, etc.) ni sólo a partir del contexto en el que se sitúa la historia (rural/urbano; tradicional/moderno; nacional/internacional; campesinado/burguesía), sino que la antítesis entre las dos representaciones de “la madre” también se produce a partir de la estructura narrativa. Mientras que, como ya he dicho, en la novela de Concha Espina la historia del triángulo amoroso está narrada básicamente desde el punto de vista subjetivo de Marcela, “la esposa”; en Vidas rotas el punto de vista, si bien está más repartido entre los tres protagonistas2, se organiza principalmente alrededor de Irene, “la otra” mujer. Es decir que, a diferencia de la novela, la película no sólo recrea una refrescante multiplicidad del punto de vista sino que además organiza la historia no ya desde el punto de vista asexual, convencional y anti-hombre de “la esposa” sino, más bien, desde el punto de vista sexual, transgresor y anti-maternal de “la querida”3.

Estas subversiones de la imagen femenina, del contexto en el que transcurre la historia y de la estructura narrativa que realiza la película en relación con la novela, me parecen indicativas del avance social, político y cultural que se produce en España en un lapso de tiempo que no llega ni a 20 años. Y no sólo me permiten desmantelar la ilusión feminista-esencialista de que existe una conexión automática entre la producción cultural de las mujeres y la modernidad (véase, por ejemplo, Kirkpatrick, 2003: 9 y 196)4 sino que también me permiten recrearme en la ilusión internacionalista de que existe una conexión entre la incipiente modernidad que alcanzó nuestro país durante la primera parte de los años 30 y el cine de Hollywood, cine que, en esos años, ocupaba masivamente las pantallas españolas5. Ya que las alteraciones profundas que la película realiza sobre la novela en la que se inspira y que, como veremos, generan una representación ultramoderna de “la madre”, son inseparables de los códigos y de las convenciones propias de ‘los melodramas maternales’ hollywoodienses de esta época pre-código Hays6.

2. Lo que me ha interesado de las imágenes radicalmente diferentes que se producen de “la madre” en novela y película es la posibilidad de realizar un análisis comparativo entre estas imágenes contrastadas considerándolas representaciones culturales que, en un margen histórico muy corto, fabrican posiciones deseantes-sociales de/para las mujeres que son, desde una perspectiva personal y política, completamente dispares7.

La representación de “la madre” que despliega El jayón es una representación sexista en la medida en que favorece deseos y posiciones sociales de/para las mujeres reaccionarias-clericales o anti-culturales. Esta valoración política se basa tanto en la dimensión imaginaria de la representación (la imagen que se construye de “la madre” es la imagen de una mujer encerrada en el espacio doméstico y cuyo único acceso a un espacio público es la iglesia) como en su dimensión simbólica: ‘el deseo de la mujer’ (en este caso: librarse del hijo que la Otra, “la bribona”, ha tenido con su marido8) es estrangulado por medio de ‘la naturaleza de la madre’: “con el piadoso instinto de las madres, Marcela había colocado, distraídamente, al niño forastero junto al suyo, y el pobre chiquitín se adormecía al dulce calor de la caridad” (énfasis añadido).

Esta representación nuclear de “la madre” como instancia ‘natural’ de santidad eclesiástica (en “la madre”, la piedad, la caridad, la virtud, son instintivas), instancia exterminadora del deseo de la mujer (Marcela no desea hacerse cargo del fruto de la traición amorosa de su marido) afecta a toda la novela.

El trayecto narrativo de Marcela, en vez de consistir en aprender algo sobre sí misma (por ejemplo, que no es “caritativa como una santa”, como la define Andrés, “un descontento de la vida”), consiste en purificarse y redimirse “por el flagelo de la expiación” de “su delito”. De acuerdo con el discurso eclesiástico y moralista de la novela, el delito de Marcela no es utilizar al hijo como un objeto valioso que le permite “reducir al hombre amado” nutriendo “los resquemores de la culpa” de él9. Su delito no es tampoco ser capaz de cambiar la identidad de su hijo “enfermizo y contrahecho” por el hijo de Irene, manteniendo la gran mentira incluso una vez que es su hijo (y no el de la otra) el que muere trágicamente en “el ‘invernal’ del soto de la Cruz” durante una excursión de los dos niños con el padre común. Su delito, de acuerdo con el discurso de la novela, es no ser ‘una madre virtuosa’, es decir, ser una madre que “padece también la divina ansiedad de las horas primaverales”, cuando “toda la Naturaleza, en celo, palpita, escucha y aguarda trémula de pasión”.

Este delito es expiado “el día del perdón”, esto es, el día en que Marcela escucha a un “carmelita” decir “cosas buenas y dulces a propósito de la debilidad de las mujeres”. Y el delito es expiado por medio de la confesión del intercambio de identidades entre los niños y por medio de la entrega del hijo-objeto a Irene10. Este sacrificio aparente, este acto cruel (su hijo adoptivo “la mira ansioso” y le grita con “acento infantil y desgarrador: ¡Madre! … ¡Madre! …”), lo lleva a cabo Marcela, “muda y ligera, como una sombra atormentada”, para hacerse –escribe Concha Espina– “digna de unirse al hijo mártir en una gloria que no se acabe nunca”11.

Así, bajo el sueño delirante de lograr “el goce de un amor infinito” (Soler, 2006, 100), logra, finalmente, Marcela ahogar ‘la pasión de la mujer’ y realizar, con su suicidio místico, el ideal de ‘la santidad de la madre’, el ideal de “la Mater dolorosa” que “no conoce más cuerpo masculino que el de su hijo muerto” (Kristeva [1976], 2004, 221-222)12.

3. Frente a esta novela reaccionaria, escrita por una mujer afiliada a la Sección Femenina de Falange desde 1936, novela en la que se santifica la fusión (erótica, incestuosa) entre madre e hijo; Vidas rotas nos alcanza como una película libertaria, que finaliza con el típico escenario de separación melodramática entre madre e hijo (Doane, 1987: 73).

El filme sustituye el protagonismo de “la madre” como “una esposa” que se apresura a “perdonar y sufrir” para, primero, forzar la unión con el hombre-padre por medio de los hijos y, segundo, para “merecer” una muerte que la una a su hijo fallecido en un amor sin fin; por el protagonismo de “la madre” como “una querida” que, primero, deja al hijo con ‘el padre’ para separarse del ‘hombre’ y que, segundo, deja al hijo con ‘la otra madre’ no sólo por amor a él (Irene, al final, se separa de su hijo porque quiere evitarle sufrimiento) sino también para hacerse ser una mujer con ‘un deseo personal’ que escape, que vaya más allá, que no pueda ser confinado por la maternidad.

Al final de la historia fílmica, a diferencia de Marcela, que es retratada como una mujer identificada de forma extrema con la identidad simbólica de “la madre” (Marcela anhela quedarse con el niño de la otra para suplir la muerte del suyo y no perder lo único que ya la une a Andrés); Irene es retratada como una mujer que, habiendo superado los ideales religiosos/morales imperantes (virginidad, virtud, matrimonio, ‘instinto maternal’), no puede ser reducida a la identidad simbólica de “la madre”.

Al final, Irene, en vez de aparecer tendiendo hacia su hijo “sus codiciosas manos” (como ocurre en la novela), aparece en la película abandonando el carcelario hogar familiar13, no sin antes haber roto los lazos melancólicos que aún la mantenían ligada, sino a Andrés, sí al hijo de ambos, hijo “voluntariamente” perdido en el pasado (véase, Freud [1915/1917], 1972: 2092).

En un país en el que “la maternidad” era considerada o bien como una “misión sagrada” o bien, para las comunistas, como “el eje” de la vida de una mujer (Nash, 2006: 50 y 121-122), el hecho de que la imagen final de Vidas rotas sea la imagen de una mujer que, simplemente, es algo más que ‘una madre’ (ya que se trata de una mujer que elige, en vez de “vivir para su hijo”, volver a perder/dar su hijo a ‘la otra madre’, para recuperar su capacidad de amar e iniciar una nueva vida libre de ataduras con el pasado), me permite concluir con la idea de que este ‘melodrama maternal’ hollywoodiense, este “duelo ritualizado” sobre la pérdida, la separación, de los hijos (Doane, 1987, 78), dio forma artística a la construcción revolucionaria de ‘la mujer’ que habría de ofrecer, a partir de abril de 1936 y durante la guerra civil, la organización anarquista Mujeres Libres14.

BIBLIOGRAFÍA

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1 La novela corta es un formato popular, prototípico de la industrialización, que vivió una fuerte extensión en España durante el primer tercio del siglo XX y en cuyo desarrollo las mujeres intervinieron de forma específica como lectoras (en los mismos años aumentó considerablemente la alfabetización femenina) y como escritoras.

Vidas rotas fue producida por Inca Films, una firma gestionada por judíos huidos de la Alemania nazi que contaba con profesionales alemanes de alta reputación como son este guionista, el decorador Erwin Scharf, el operador Willy Goldberger, el músico Manfred Gurlitt y la montadora H. Rosinski, todos ellos parte del equipo de esta película (Heinink, 1997: 96).

2 La película, que mantiene el meollo del punto de vista que Marcela tiene en la novela, al sustituir el conflicto interno de Marcela por el conflicto entre los tres personajes, no sólo nos libera del efecto de asfixia que provoca el tormento interior de Marcela, en el que se regodea Concha Espina, sino que también añade la pincelada del deseo del hombre al retrato de las mujeres.

3 Como Irene pierde a Andrés por hacerse la virtuosa, cuando este vuelve de su gira por las Américas ya casado con Marcela, no duda en citarse con él, acudir a su estudio y convertirse durante meses en su amante ya que, como se nos cuenta en la secuencia impresionista del concierto al que Irene acude con su amiga, Andrés, a diferencia de Juan, el “simpático” director de orquesta que la ha estado pretendiendo para casarse con ella, despierta su pasión sexual. Además, a diferencia de Marcela, que teme ser abandonada y utiliza a su hijo para chantajear a Andrés cuando este le dice que prefiere a Irene (“si me abandonas, perderás también a tu hijo”), Irene no duda en dejar a Andrés (cuando este elige no abandonar aún a “la madre”) y, meses más tarde, le entrega en su casa, vía una campesina, al hijo común para que el niño, de “padre y madre desconocidos”, tenga “un padre y una familia”.

4 En realidad, nada hay más lejano a la modernidad que la obra de esta escritora. Por ejemplo, la novela Altar Mayor (1926, premio Cervantes de la Real Academia) es, según palabras de la propia autora, un “canto a Covadonga”, a la “prócer Asturias, yunque de mi raza, templo de mi espíritu, corona de Iberia, solar de sus príncipes cristianos, cuna de la España Mayor …” (Díaz Castañón, 1989, 20).

5 Si “la exhibición cinematográfica en España durante los años veinte estaba dominada por las películas del exterior, sobre todo norteamericanas, alemanas y francesas” (Sánchez Salas, 2007, 358), “en 1931, de los quinientos films estrenados en Madrid, 260 fueron norteamericanos, 43 norteamericanos hablados en español y sólo tres producciones españolas” (Gubern, 2000, 127). “En Barcelona se proyectaron, durante las temporadas 1931-1933, 451 películas estadounidenses frente a 7 españolas, que a su vez circularon mayoritariamente por cines cuya cartelera ni siquiera aparecía a veces en los periódicos” (Fernández Colorado, 2002, 40).

6La transtextualidad no sólo es importante entre la obra literaria y la cinematográfica, la cual puede establecerse entre una obra literaria con vigencia o no en el periodo de adaptación, sino también entre la adaptación cinematográfica y otras películas del mismo periodo que influyan en la manera en que se ha realizado esa adaptación” (Sánchez Salas, 2007, 39). Tradicionalmente se asocia el nacimiento del ‘melodrama maternal’ con la primera versión de Madame X (Frank Lloyd, 1920) y, en el periodo previo a la entrada en vigor del código Hays de censura (1934), se incluyen películas como Supo ser madre (Stella Dallas, Henry King, 1925), Amor prohibido (Forbidden, Frank Capra, 1932), La Venus rubia (Blonde Venus, J. Von Sternberg, 1932) o Parece que fue ayer (Only yesterday, John Stahl, 1933). Estas películas tratan temas como ‘la solución redentora del sacrificio materno’, las dificultades específicas de las amantes/madres solteras, la maternidad frustrada de esposas infelices; pero lo hacen con protagonistas fuertes, liberadas y autónomas cuyo comportamiento “inmoral”, a parte de no ser castigado narrativamente con el abandono, la enfermedad, la muerte, etc, queda justificado por diversos motivos: amor sincero hacia un hombre, deseos extra-maternales, defensa de valores que van en contra de la hipocresía o de la doble moral burguesa, etc (véase, Viviani [1979], 1994).

7 Entiendo la relación entre los productos de ficción y la realidad social como una relación marcada por el deseo. Esta concepción proviene del esquizoanálisis, un “psicoanálisis político y social”, inventado por Guattari y Deleuze. La tesis “simple” del esquizoanálisis es: “el deseo pertenece al orden de la producción, toda producción es a la vez deseante y social” (Deleuze y Guattari [1972], 1985, 104 y 306). Por tanto, desde el punto de vista feminista, no abrazo la idea de que la relación entre la ficción y la realidad social sea una relación especular/imaginaria – “las representaciones culturales de la mujer reflejaron los cambios en los códigos de conducta femenina que se produjeron el siglo XX” (Kirkpatrick, 2003, 220) –, ya que esta concepción anula la función política de la ficción (anula el papel que cumplió el cine en la transformación social); ni tampoco abrazo la idea de que la relación entre la ficción y la realidad social deba entenderse en términos de control político/simbólico – “el repertorio cultural del discurso de género, la retórica y el lenguaje de las imágenes son mecanismos importantes de control social que refuerzan los modelos de género. Cabe descifrar el significado del recurso de la violencia simbólica a través de [los mensajes de] las representaciones culturales” (Nash, 2006, 33) -, ya que esta concepción rechaza la realidad política (anti-capitalista) de que el uso social de la ficción o de las representaciones culturales es incontrolable así como rechaza el valor político de éstas, el cual radica precisamente en el hecho de que fabrican deseos (conscientes y/o inconscientes) que logran hacer estallar “los mensajes”.

8yo le cobijaré [a Jesús] esta noche, y al amanecer [le dice Marcela a Andrés] tu darás parte en el Ayuntamiento para que le lleven a la Inclusa”.

9Cuando [Marcela] mira al niño como ahora, estremecida y turbada, piensa: aunque sea hijo de Andrés, me conviene guardarle, para que la afición que le tome no vaya lejos de mi; para que ‘la otra’ no ‘le tire’ y me viva obligado”.

10– No te engaño – asegura Marcela, y su voz parece que recorre un espacio sombrío antes de hacerse oir -. Este niño es ‘el vuestro’, el saludable y dulce, el de los ojos verdes, que embrujan como los tuyos … ¡Fíjate! … Cuando Andrés le mira es igual que si te mirase a ti … Tómale: te lo doy y me quedo sola en el mundo como estabas tú …”.

11Moral de los animales de sacrificio. – ‘Entregarse con entusiasmo’, ‘sacrificarse’ – son las palabras claves de vuestra moral, y acepto que, como decís, sois ‘sinceros’: sólo que os conozco mejor de lo que vosotros os conocéis, cuando vuestra ‘sinceridad’ es capaz de caminar del brazo de una moral de esa especie (…) al entregaros con entusiasmo y hacer de vosotros una víctima, gozáis de esa borrachera del pensamiento de ser uno con el poderoso, sea un dios o un hombre, al que os consagráis: gozáis en el sentimiento de su poder, confirmado una vez más por un sacrificio. En realidad, solo aparentáis sacrificaros” (Nietzsche [1881], 1999: 206). “Moralidad del sacrificio. – La moralidad que se mide por el sacrificio es la de la fase semisalvaje. La razón obtiene ahí únicamente una victoria difícil y sangrienta dentro del alma, han de someterse terribles impulsos contrarios; es inevitable una especie de crueldad como en los sacrificios que exigen dioses caníbales” (210).

12 Nótese que en 1914 sale elegido el papa Benedicto XV, quien desarrolla una línea de exaltación de un ideal de santidad militante instigando, por ejemplo, el renacimiento de la devoción a la virgen de los Dolores (Serrano y Salaún, 2006: 16) y que algún tiempo antes de morir (19 de mayo de 1954), Concha Espina escribió: “Quisiera dormir amortajada con un sencillo hábito de la Virgen de los Dolores (…) Que mi entierro sea muy sencillo y muy religioso” (Díaz Castañón, 1989, 28-29).

13 El penúltimo plano de la película es un plano general picado que nos muestra a Irene de espaldas aproximándose al portón del jardín, de barrotes de hierro. Y en el último plano (según me parece en la copia de video que, gentil, me prestó Julio Pérez Perucha) la vemos, en plano general, echar una última ojeada hacia la casa mientras atraviesa un suelo ensombrecido de barrotes.

14 Parece que esta organización era la única que, durante la II República y la guerra, luchó por la liberación sexual de las mujeres y trató de extender los horizontes vitales de las mujeres más allá de la maternidad defendiendo que las mujeres tenían que romper con “las expectativas posesivas de la maternidad” para poder dedicarse también a cuestiones políticas y de transformación de la realidad social. Como aparece en una portada de la revista Mujeres Libres: “¡No es mejor madre la que aprieta más al hijo contra su pecho que la que ayuda a labrar para él un nuevo mundo!” (Nash, 2006: 46, 103-104, 135, 228).