Escrito con Nieves González. Marzo, 2015.
La Caza no sólo hace referencia al arte de la cinegética procedente de nuestros ancestros primitivos que pasaron a hacer de ella su subsistencia, apuntando así de paso a la pretendida superioridad del hombre respecto al animal, sino que también esta película caza al espectador, aún sin saberlo, en las regiones más atávicas de su ser.
La caza es “asunto de hombres”, como el beber y el darse un baño en aguas heladas.
Dejar de ser un niño es recibir el rifle familiar, significante intergeneracional de la masculinidad, y entrar en la comunidad de los hombres para “conquistar el bosque” (como le dice su padrino al joven Marcus), espacio ‘natural’, fuera del pueblo, donde el grupo de los hombres, por medio de la caza de venados, ritualiza la necesaria descarga de la pulsión de muerte. Pero también se puede elegir a uno de los nuestros, por lo general al diferente, y “darle caza”. Esto lo saben hasta los niños, como demuestran con su juego: el grupo de niños de la guardería, encabezados por uno que lleva puesto un gorro negro con motivos de calaveras, esperan en silencio y agazapados a que Lucas, el profesor distinto, llegue a su trabajo y tirarse así, como fieras salvajes, sobre él.
Vinterberg no ha hecho una película maniquea de buenos y malos. Ha recreado, en su filme, un idílico y estereotipado pueblo sueco (plácido y estático cuando visto en grandes planos generales ‘objetivos’) para ir aproximándose con su cámara (subjetiva, inquieta y dinámica) hacia las gentes que lo habitan. De la estampa ideal turística, que son los bellos bosques nórdicos, el director extrae lo más oscuro, lo más negro, como se nos va anunciando con esos planos generales nocturnos que puntúan el relato. Se narra aquí, en claro contraste con la música vivaz y alegre que escuchamos durante la primera secuencia, una historia escalofriante: una historia que saca a flote lo real de ese goce, sexual o asesino, que ni el Estado del bien-estar, con sus protocolos, ni el primitivo orden simbólico, con sus ritos iniciáticos o religiosos, logra contener. Y así es que ni siquiera “el dulce” de Lucas podrá evitar, durante la ceremonia colectiva de Nochebuena, agredir a ese patético calzonazos que es “su mejor amigo”, hombre que se deja ahogar por las palabras de su mujer y que sólo sabe desahogarse con la ayuda de la botella.
En este contexto, en esta comunidad, en apariencia tan ideal pero, en el fondo, tan reprimida y represora, las mujeres no salen bien paradas. Ellas son también implacables cazadoras. No de venados, pero sí de hombres. Sospechan lo peor de sus amantes. No escuchan, ni siquiera a sus propios hijos. Se empeñan en regular las relaciones sociales con tratos y acuerdos que, ellas solas, deciden que son obligatorios.
La peor de todas, la misma encarnación del mal, es esa ‘alma bella’ que es “la maestra”, mujer sexualmente reprimida donde las haya a la que la comunidad le otorga el poder suficiente como para dar estatuto de verdad a sus fantasmas perversos, pues el fantasma pederasta, con el que esta mujer goza (ella misma dice que “no puede dejar de pensar en ello”), no es otro que el fantasma colectivo. La eficacia de la acción de la justicia estatal (no sin motivo elidida del discurso fílmico: véase abajo), y representada por ese repugnante Asistente Social que entrevista a Clara (él es el que realmente acosa a la niña, abusa de la niña), no logra restar nada del carácter siniestro de esta mujer quien, utilizando a una niña pequeña a la que gusta considerar como “sexualmente inocente”, se regodea, hasta la nausea, en la imagen del pene erecto del atractivo profesor, objeto codiciado del deseo de las solteras que trabajan en la guardería.
La película saca así a la luz que “la protección de la infancia”, los cacareados “derechos del niño” bajo la ética puritana e hipócrita que caracteriza al capitalismo (Max Weber), no es más que un tapón que recubre una falta de cuidados básica: los adultos “no tocan” a los niños (de ahí el éxito de Lucas como profesor), los niños se pierden o se fugan y los padres ni se enteran, los padres de Clara discuten porque ninguno quiere ocuparse de llevarla al colegio, la madre de Clara está tan ocupada con sus cosas que no la recoge a la salida del colegio (Clara sola en la oscuridad), la directora de la guardería tampoco se entera de que no han ido a recoger a Clara. Los adultos, atrapados en sus neurosis, no son capaces de aceptar los regalos de amor de los niños (regalos que estos fabrican cuando por una vez se han sentido bien atendidos y protegidos), no son capaces de dejar hablar a los niños y mucho menos de escucharles (madre de Clara y de Marcus). Al contrario, los deseos de los niños carecen de valor (madre de Marcus), y cuando tratan de decir algo al respecto reciben palizas (los del pueblo a Marcus) …
Puesto el feo asunto en manos de la ley jurídica, el juez interroga a los niños en búsqueda de la verdad. Pero esta parte de la historia está elidida del discurso fílmico, lo cual puede leerse no sólo como que esta parte de la historia es ‘irreal’ (en el sentido de que no forma parte de la realidad de la historia, que es de chiripa que Lucas no acaba en la cárcel), sino que también puede leerse como que ‘la eficacia’ de ley jurídica para revelar la verdad de que las acusaciones que han recaído sobre Lucas son falsas (se basan en teorías sexuales infantiles), no logra tapar la verdad de la comunidad: que se trata de una comunidad criminal, de una comunidad en la que la Ley simbólica brilla por su ausencia. Esta falta es patente tanto en las acciones de los personajes, como en el hecho previsible de que nadie está dispuesto a aceptar la absolución de Lucas dictada por la ley jurídica. Lo único que funciona en esta comunidad es la fuerza bruta. No la Ley simbólica, no la palabra. No sólo uno de los motivos que se repiten a lo largo de la película es que “hablar es imposible”, sino que además es sólo por medio de la fuerza, de la agresión directa, cómo Lucas logra re-integrarse en la comunidad. Esta re-integración implica un reconocimiento por parte de Lucas de que, en el fondo, es igual a los otros. Es como si se pusiera en escena una denegación de lo que Lucas ha aprendido, de lo que ya sabe, no sólo sobre “sus amigos”, sino también sobre “su novia”.
Sin embargo, en la escena final, la solución adoptada por el protagonista – correr un tupido velo sobre lo que ha vislumbrado del goce sexual (perverso y asesino) que caracteriza los lazos que tejen su comunidad– se revela como lo que es: una falsa solución.